lunes, 30 de septiembre de 2013

Un Oso Entre Los Encinos

Por Jesús Moreno Niño.

Sin duda, quienes tenemos más de 50 años de edad, recordamos aquel "error de Diciembre de 1994" de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. El desmedido aumento en la deuda externa mexicana la convirtió en algo impagable. Y así, con esa enorme carga económica a cuestas, iniciamos 1995 millones de mexicanos a quienes nos cambió la vida de la noche a la mañana.

Yo había estado muy bien económicamente hasta el año 1994. De hecho en 1993, inicié lo que hoy es Banco de Datos del Venado Cola Blanca. En aquellos años tenía mucho trabajo, había muchos clientes que querían contratar cacerías de venados. Incluso conseguimos un contacto en África para llevar cazadores a aquel continente, el panorama se veía agradable; pero aquel pinche error de diciembre nos puso a todos los mexicanos de cabeza, a todos nos afectó en mayor o menor grado.

A mí me cancelaron todas las cacerías que ya estaban reservadas para México y para África; por lo que hace a la venta de venadas y otros animales exóticos, todos los pedidos también se cancelaron. Mi negocio Banco de Datos del Venado Cola Blanca estaba punto de cerrar sus puertas por falta de clientes.

Afortunadamente para nosotros, el arquitecto Abel Guerra Garza amablemente me ofreció trabajo en su rancho llamado Los Terreros, ubicado en el municipio de Zaragoza, Coahuila. Aquella oferta de trabajo, muy bien pagado por cierto, se convirtió en un auténtico salvavidas con tanque de oxígeno incluido.

El arquitecto Abel, nos invitó a ir al rancho en su avioneta y acordamos que haríamos un estudio sobre las condiciones del rancho y la fauna presente. Revisaríamos la capacidad de carga, veríamos la posibilidad de dar tratamientos mecánicos a los matorrales, haríamos sugerencias para mejorar la hidrología y analizaríamos la adaptabilidad de las diversas especies exóticas en el rancho.

El arquitecto Abel Guerra Garza, en todo momento fue muy amable conmigo y mi familia y aprovecho estas líneas para demostrarle mi gratitud. Su oferta de trabajo llegó en el momento justo y gracias a él no cerré Banco de Datos del Venado Cola Blanca, ahora 20 años después sigo valorando y agradeciendo esa invaluable ayuda que nos brindó

Pero el resto de los empleados del rancho no compartían esa amabilidad, ni el aprecio que el arquitecto me manifestó desde un principio. Había un empleado del rancho, vamos a llamarlo "Mauricio", quien era una especie de encargado o administrador del rancho Los Terreros.

Desde que nos conocimos, "Mauricio" y yo chocamos. Siempre me he preguntado qué chingados le hice yo a "Mauricio" para que me tratara con tanta mala leche; pienso que tal vez fue el clásico síndrome de "miedo al desconocido" y quizá pensó que yo podría intentar quitarle su puesto, algo que nunca pasó por mi mente.

Pero ni hablar, las cosas fueron como fueron y yo tuve que aguantarme cuanta fregadera me hizo el tal "Mauricio", pues yo necesitaba el trabajo y lo que menos iba a hacer era pelearme con él para que me despidieran.

Cuando viajábamos de Monterrey al rancho en la avioneta no había mucho problema, pues solamente convivíamos una hora y media de vuelo, así que "Mauricio" y yo nos tolerábamos. Pero cuando nos íbamos al rancho por carretera eran seis horas juntos, no nos matamos en esos viajes nomás porque Dios es muy grande.

La verdad aguanté a "Mauricio" porque tenía necesidad del trabajo, pero siempre se portó muy mal conmigo. Cuando salíamos a caballo a recorrer la sierra "de pura casualidad" a mí me tocaba siempre el caballo más méndigo de todos.

Lo que "Mauricio" no sabía es que yo toda mi vida había montado a caballo y que orgullosamente había sido charro de La Monterrey, y algunas veces hasta me monté en un toro para jinetearlo y también llegué a hacer el paso de la muerte. Con esas habilidades ecuestres no me resultaba difícil controlar a un caballo violento y siempre salí airoso.

Pero realmente yo me sentía muy mal por la manera en que me trataba.

Me hice a la idea de no hacerle caso a sus provocaciones pues yo necesitaba el trabajo y además la idea de estar en medio de la sierra, rodeado de osos, pumas, venados y más de 300 animales exóticos, no me desagradaba; así que por más que el tal Mauricio me provocaba, no encontraba respuesta de mi parte.

Pasaron los meses y aunque no quieras te vas acostumbrando a la mala vida. Fue así como un buen día, estando en Monterrey, me llamó "Mauricio", avisándome que al día siguiente nos iríamos al rancho en la camioneta, pues llevaríamos una cuatrimoto.

Para que se den una idea de la distancia de Monterrey al rancho, salíamos por la carretera a Monclova, (200kms), luego llegábamos a Sabinas (110 Kms) luego enfilábamos a Zaragoza (65 kms) ahí se terminaba el pavimento y nos esperaban 121 kms de terracería de los cuales un 30 por ciento eran sierra con enlajados que se recorrían a vuelta de rueda, y muchas veces con la doble tracción puesta aún con el camino seco. Nada más de terracería hacíamos dos o dos horas y media, y por si fuera poco, había 16 puertas la mayoría de ellas con candado.

Llevábamos siempre un juego de llaves muy completo, pero ese día pasó lo que siempre temíamos, un candado era diferente y no teníamos la llave. Eso nos impidió el paso y detuvimos la camioneta junto al portón; aún nos faltaban unos 34 kilómetros para llegar al rancho del arquitecto Abel Guerra Garza, ya estaba oscureciendo.

Intentamos abrir aquel candado con diversas llaves pero no fue posible. Cayó la noche y ahí estábamos"Mauricio" y yo frente a aquel portón que nos impedía el paso. En aquellos años no había celulares, ni radios o nexteles, había que arreglar los problemas con habilidad e inteligencia.

--Pues a ver cómo le haces Jesús, pero hay que llegar al rancho y buscar a Hilario (el vaquero del rancho), para que se venga a ayudarnos. Me dijo "Mauricio" y yo de inmediato me di cuenta cuáles eran sus intenciones.

Claramente me estaba ordenando que me fuera yo solo hasta el rancho.

Su idea era que pasáramos la cuatrimoto por entre los alambres de púas y que ya estando del otro lado, me fuera yo solo hasta el rancho Los Terreros para traer ayuda y abrir el portón y pasar la camioneta. Pusimos manos a la obra y bajamos la cuatrimoto de la camioneta. Maniobramos con los alambres de púas y con habilidad y fuerza bajamos cuatro de las cinco hebras, dejando así el espacio suficiente para que pasara la cuatrimoto.

Unos minutos después, la moto había pasado la cerca. Arreglamos de nuevo los alambres y le dije a "Mauricio":

--Vámonos, súbete y yo manejo, le dije mostrándome amable; pero él me contestó indignado:
--Qué te pasa, tú te vas sólo, yo me quedo aquí a cuidar la camioneta.

Me sorprendieron sus palabras:
--Qué le cuidas a la camioneta, quítala de en medio del camino, ciérrala y vámonos, además regresaremos en unas dos horas por ella. Le repliqué.

Yo pensaba que llegaría al rancho Los Terreros en unos cuarenta minutos, le explicaría a Hilario el vaquero cuál era el problema y volveríamos de inmediato en otra camioneta con la llave nueva, o con la herramienta adecuada para bajar los alambres o romper la cadena y poder pasar la camioneta.

Pero "Mauricio" no escuchó mis palabras, se subió a la cabina, subió los vidrios, prendió uno de sus cigarrillos y encendió el radio.
--Váyase rápido Jesús, para que no se le haga más tarde.

Yo sabía que él era el jefe, así que no me quedó más que obedecer sus órdenes. La lógica más elemental recomendaba que nos fuéramos juntos en la cuatrimoto o que nos quedáramos juntos en la camioneta, pero al tal Mauricio, le pareció mejor idea mandarme a mí solo en la cuatrimoto y él quedarse seguro dentro de la cabina de la camioneta.

Él sabía como yo que estábamos en la Sierra de El Infante, y que el poblado más cercano, que era Zaragoza, Coahuila quedaba a 85 kilómetros de distancia. "Mauricio" también sabía igual que yo que el rancho más cercano era Cedro Viejo y quedaba a 24 kilómetros, luego 9 kilómetros más adelante estaba nuestro destino.

Yo pensé que él estaba bromeando cuando me ordenó que me fuera sólo y le insistí en que se subiera conmigo a la cuatrimoto y nos fuéramos juntos, su respuesta fue tajante:
--¡Qué espera para irse! lo contrataron por chingón. ¿Qué le pasa, le tiene miedo al monte, qué está esperando para irse?

Sus palabras me llenaron de coraje, encendí la moto, prendí las luces y arranque a toda velocidad sin despedirme de aquel cabrón. Realmente yo no veía un peligro importante, toda vez que el recorrido era por el camino real, el cual estaba en buenas condiciones, había subidas con enlajados que eran incómodos, pero más peligrosa e incómoda era la bajada, pues la cuatrimoto, patinaba y se deslizaba por la pendiente y no era sencillo detenerla.

Al poco rato me concentré en el camino y me olvidé de la fregadera que me hizo "Mauricio", preferí olvidarme del asunto y seguí avanzando solo por entre la sierra, ya eran casi las 9 de la noche; de vez en cuando cruzaba el camino alguna venada que corría asustada por el ruido del motor.

Tenía ya casi media hora de camino cuando a lo lejos empecé a escuchar el ladrido de unos perros, eso significaba que estaba por llegar al rancho Cedro Viejo. Lo que podría ser motivo de alegría, se convirtió de pronto en un motivo de inquietud y temor, recordé que cuando pasábamos en la camioneta por el rancho Cedro Viejo, el camino real llegaba casi hasta la casa de ese rancho, además había dos portones que le daban privacidad a la placeta del casco del rancho y había que bajarse, abrirlos y volverlos a cerrar.

Eso estaba muy bien de día y en camioneta; pero en el rancho Cedro Viejo, cuando entrabamos a la placeta del rancho, siempre salía una jauría de más de 20 perros de todos colores y tamaños ladrando y gruñendo a todo pulmón. Desde adentro de la cabina de la camioneta, a los perros ni cuidado les pones, pero en una cuatrimoto y de noche, la idea de cruzar la placeta de ese rancho no resultaba nada fácil y menos aún bajarse a abrir y cerrar los dos portones.

Ya no avancé por el camino real, los ladridos de los perros eran intensos y se percibía en ellos coraje y deseos de atacar. Me detuve totalmente a unos 500 metros de la casa, todas las luces estaban apagadas y no olía a humo que saliera de la chimenea. Era evidente que esa noche no había ninguna persona en el rancho.

Encendí la moto una vez más y muy despacio me fui acercando al primer portón; cuando ya estaba a unos cien metros, alcance a ver con la luz de la cuatrimoto a más de diez perros que venían corriendo, ladrando y gruñendo hacia mí. Atrás de ellos, en el portón, se quedaron otros ocho perros ladrando y esperando a ver qué hacían los más osados, que fueron los que corrieron a echárseme encima.

Detuve en seco la cuatrimoto, le di vuelta y arranqué en retirada a toda velocidad. Al ver que me ponía fuera de su alcance, la jauría se detuvo pero siguió ladrando con mucha energía. Me quedó muy claro que pasar por el casco del rancho Cedro Viejo, no iba a ser nada fácil. 

¿Qué podía hacer? ¿Regresarme hasta donde estaba "Mauricio" y decirle que unos pinches perros no me dejaron pasar? Eso ni de chiste, yo que le decía que no había podido llegar al rancho, y ya me imaginaba lo que me iba a decir, que era un bueno para nada, un pinche miedoso, un inútil que no había podido ir por la ayuda.

Me detuve de nuevo a unos seiscientos metros de la casa, me di cuenta de que los perros estaban regresándose al rancho y que ahí estaba seguro; miré el reloj y ya iba para la diez de la noche, sabía que tenía que pasar y que esos méndigos perros no me iban a detener.

La noche estaba obscura; pero aun así yo podía ver en dónde estaban las casas y los portones. La solución era muy simple: yo debía mantenerme alejado de la casa y así los perros no me atacarían.

Empecé a internarme en el bosque de pino-encino, sacándole la vuelta a la casa. Había tramos fáciles de andar, pero en otros el monte se cerraba tanto que no me permitía pasar la cuatrimoto y había que buscar otra vereda. Cuando menos esos montes no son espinosos, así que no había ni nopales ni tasajillos y ahí voy empujando en ratos y manejando en otros la cuatrimoto; y así poco a poco fui avanzando, manteniéndome siempre retirado de la casa, cuando menos a unos 500 metros.

Miré el reloj y ya eran las diez y media de la noche, además iba bañado en sudor por el esfuerzo. Me di cuenta que ya había pasado la casa, así que empecé a descender de la ladera tratando de regresar al camino real. 

Lo primero que percibí fue un olor a rancio, como a manteca o a sudor, pero muy intenso. Yo no quería encender la luz de la moto, pero aquel olor rancio aumentó de pronto.

Prendí la luz y a unos 15 o 20 metros estaba un enorme oso negro.

Como yo estaba en la ladera, al prender la luz de la cuatrimoto, el rayo de luz le dio al oso de lleno en plena cara, por lo que quedó inmovilizado y cegado por la luz.

Rápidamente analicé la situación… pero el oso también hizo lo mismo. Sin pensarlo mucho, el oso empezó a subir hacia mí. Jamás sabré si sus intenciones eran atacarme o estaba tan desconcertado por encontrarse una cuatrimoto a media ladera, que simplemente caminó hacia adelante.

Me armé de valor y le di un acelerón muy fuerte a la moto, yo pensé que con eso el oso se iba a asustar, pero fue todo lo contrario, el oso saltó hacia adelante enfurecido.

Juro que no lo pensé… pero así salió. Le puse cambio a la moto y la aceleré con violencia, me bajé y se la aventé al oso. Una por el acelerón y otra porque quedaba de bajada, la cuatrimoto se fue contra el oso, no supe si la cuatrimoto le pegó al oso, pues perdí de vista la acción, ya que yo corrí una vez más hacia arriba de la ladera.

Solamente escuchaba que la cuatrimoto bajaba por la ladera dando saltos y tumbos, hasta que fue a estrellarse contra un encino ya muy cerca del camino real. Una vez más los perros ladraban con fuerza y empezaron a acercarse a donde había caído la cuatrimoto, y quizá porque sintieron y olfatearon al oso.

Escuché unos resoplidos y el ruido de piedras que ruedan por la ladera, por lo que supuse que el oso se alejaba corriendo montaña arriba. Sin dudarlo, bajé corriendo por la ladera, subí a la cuatrimoto que aún seguía encendida; y en un par de segundos ya iba yo a toda velocidad por el camino real. Al fin había logrado pasar por el rancho Cedro Viejo. Dejando atrás a los perros enojados y a un enorme oso negro muy asustado.

Los ladridos de los perros se fueron haciendo cada vez más débiles, hasta que dejé de escucharlos. Detuve entonces la cuatrimoto para agarrar aire y aproveché para mentarle la madre al tal Mauricio.

Ya más tranquilo y sabiendo que no habría nada que me impidiera el paso, enfilé rumbo a Los Terreros, el rancho del Arquitecto Abel Guerra Garza. Eran pasadas las once de la noche cuando crucé el guardaganado, había llegado a mi destino. Me dirigí hacia las casas de los trabajadores y vi la luz de una linterna.

--¿Quién eres? se escuchó el grito de Hilario, el vaquero del rancho.
--Soy yo, Jesús Moreno, vengo en la cuatrimoto nueva.
--¿Qué les pasó, on'ta la troca y on'ta "Mauricio"? Me preguntó a gritos Hilario.

Le expliqué que nos habían cambiado un candado y que al no poder abrirlo, pasamos la cuatrimoto por la cerca de púas y yo me vine solo hasta el rancho.

--¿Y "Mauricio"? volvió a preguntarme Hilario el vaquero.
--Se quedó en la camioneta
--¿Y te mandó a ti sólo? 
Le dije que sí, pues así había sido.

--Que pinche pelado tan mugroso, eso no se hace, en ésta sierra no debes andar solo de noche. Vete a dormir y en la mañana vamos por él.

--No Hilario, hay que ir por él ahorita, le dije al vaquero con energía.
--Ya son más de las once de la noche, en la mañana vamos. 
Me dijo el vaquero. 

Le hice ver que él era el encargado del rancho y que debíamos ir por él esa misma noche. Camelia, la mujer de Hilario el vaquero, salió de su casa y le insistió en que fuéramos a recogerlo. A Hilario el vaquero no le quedó más que aceptar.

Solamente recogimos unas tenazas de corte para romper un eslabón de la cadena y abrir el portón. Subimos a la camioneta Chevy Blazer y allá vamos montaña abajo.

Llegué por segunda vez en la noche al rancho Cedro Viejo y una vez más nos recibió la jauría de perros. Qué diferencia, al llegar hasta el portón arriba de una camioneta, bastaron unos cuántos gritos y los perros se apaciguaron, ya que estaban acostumbrados a ver bajar a la gente de las camionetas.

En cuanto arrancó la Blazer, de nuevo los perros nos siguieron y yo conté más de 20 perros de distintas razas y tamaños. Llegamos al siguiente portón y pasó lo mismo: unos ladridos y poco a poco se retiraron y nos permitieron abrir el segundo portón.

Me subí a la camioneta y noté que Hilario el vaquero no arrancó de inmediato.
--Oye ¿y cómo le hiciste para pasar los portones con tanto pinche perro? me preguntó intrigado.
--Pos ya vez los pasé y llegué hasta el rancho.
--¿Pero cómo le hiciste con tanto perro? en la moto no te hubieran dejado acercarte, ¿Cómo le hiciste? 

No le contesté. Hilario arrancó lentamente la camioneta y se quedó mirando el camino.

--La moto no pasó por aquí, me dijo con la seguridad del vaquero que sabe leer las huellas en el piso.
--No hay huellas de la moto en el camino, ¿cómo le hiciste?
--Mira Hilario, había que llegar al rancho y yo llegué. Y llegué sin un rasguño.

Al poco andar, llegó hasta el sitio en donde subí la moto a la ladera y con admiración me dijo:
--A que cabrón eres, le sacaste la vuelta a la casa y a los perros. Saliste bueno pal monte. Te fuiste por la ladera. 
Yo me quedé callado y un tanto halagado por sus palabras.
--¿No batallaste pa'subir la moto a la ladera?
--No, le contesté. No batallé nada.

Jamás le conté ni a él ni nadie de mi encuentro con el oso. Pero estoy seguro que Hilario intuía que algo más había pasado en aquella travesía por la ladera de la sierra.

Reanudamos la marcha y al rato llegamos hasta el portón en donde estaba la camioneta. "Mauricio" estaba encerrado en la cabina.

--¡Se tardaron mucho! Fue lo primero que dijo y se me quedó viendo con expresión de enojo.
Ni Hilario ni yo le respondimos. Hilario cortó con las tenazas un eslabón de la cadena y abrió el portón y pasó la camioneta.

Yo me iba a subir a la Blazer con Hilario el vaquero, pero el tal "Mauricio" me gritó:
--Jesús, véngase acá conmigo, total andamos juntos en éste viaje. Véngase conmigo y sirve que usted me abre las puertas ahí en Cedro Viejo, ya ve que siempre hay muchos perros en ese rancho.
--Si "Mauricio", hay unos cuantos perros, pero no te preocupes, yo me bajo a abrir las puertas, le contesté.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Un Venado Entre La Niebla

Por: Jesús Moreno Niño.

Todos los cazadores anhelamos cazar un venado muy grande. Otros nos conformamos con al menos poder ver en el campo un venado muy grande.

Pues bien... contaré mi historia.

Era la temporada de caza 1993-1994, habíamos rentado un rancho en Nuevo Laredo que estaba atrás de la Aduana y colindaba con extraordinarios ranchos como La Reforma y El Milagro, que es la ganadería de toros de lidia, de Cuco Peña. Y teníamos muy cerca el rancho Los Cristales.

El rancho que rentamos se llamaba San Antonio y no era muy grande, apenas unas 350 hectáreas, pero tenía unas brechas muy anchas y limpias.
José Ángel "Kanke" Domínguez, el dueño del rancho, tenía pasión por mantener las brechas limpias.

Junto al portón de entrada "Kanke" tenía un riel de ferrocarril adaptado con un tirón de remolque. Y cada vez que él o nosotros entrábamos al rancho, era obligatorio colocar el riel en la bola de la camioneta y darle unas vueltas a las brechas del rancho.

Con ese mantenimiento tan simple las brechas se mantenían limpias de hierba, muy parejas y sin pozos o bordos.

La casa del rancho San Antonio era de dos pisos, una extraña construcción de block, piedra  y madera, tenía un aire europeo, incluso se veía elegante.
Su techo era muy elevado y era de dos aguas y tenía además otras pendientes cruzadas.

Toda la casa era un solo cuarto muy grande sin divisiones, la planta baja servía de cocina, sala comedor y baño. Tenía en el centro  una escalera de caracol  de puro tablón de mezquite, que te subía a un tapanco. El tapanco ocupaba solo medio cuarto y servía de recámara colectiva. Si te levantabas de la cama y dabas un par de pasos, veías toda la planta baja.

En esa casa tan extraña pasamos unas noches de miedo.

Pues aunque no pretendo contarles una historia de terror, debo dejar muy en claro que en ese rancho  si espantaban y en serio y tenías que ser muy cojonudo para aguantar el miedo y volverte a dormir.

No fue una, fueron muchas noches en las que escuchamos que alguien cortaba leña con un hacha en plena madrugada. Aluzabas con la lámpara hacia donde se escuchaba el sonido y no veías nada.

Pero en la mañana encontrabas mucha astilla o corteza de mezquite precisamente la que se desprende cuando lo cortas con el hacha.
Al principio nos intrigaba, pero luego cuando agarramos algo de confianza, hasta barríamos en la noche y en la mañana encontrábamos las astillas de mezquite en el piso, en donde escuchábamos que cortaban la leña. 

No fue una, fueron muchas noches en que nos despertábamos porque de pronto salían llamas de la chimenea y al asomarnos desde el tapanco efectivamente  veíamos las llamas que salían de entre las cenizas y no había ningún leño encima.

Esas llamas poco a poco disminuían de intensidad y de pronto se apagaban y en ese momento el cuarto se helaba... pues un viento congelante y denso era prácticamente tangible en el interior del cuarto… sí de por si las noches de invierno son frías, imagínate que el frío se intensificara doblemente.

Otras noches estando dormido sentías la presencia de alguien  o de algo que estaba frente a tu cara, podías hasta escuchar la respiración. Encendíamos la linterna y no había nadie.

En el rancho San Antonio, cazamos varios años.

Tiempo  después cuando empezó la construcción de la carretera que le llamamos "de concreto, de Nuevo Laredo a Colombia", en el  rancho San Antonio se instaló el campamento de los trabajadores de la carretera.

Como en el casco del rancho y en las brechas teníamos artículos y cosas personales, acudí una tarde al rancho a recoger nuestras pertenencias.
Eran las 4 de la tarde y en la casa estaban solamente dos trabajadores que dijeron ser los cocineros del campamento.

Yo estaba triste pues en ese rancho habíamos pasado extraordinarias temporadas de cacería y habíamos cazado y visto excelentes venados.
Pero nuestro tiempo en San Antonio se había terminado.

Ahora la placeta del casco estaba llena de maquinaria, de toneles de diésel, había herramienta tirada por todas partes y el piso tenía enormes manchas de aceite, producto de las fugas de la maquinaria pesada.

La hermosa casa estilo europeo lucía sucia y descuidada.

La construcción de la carretera tenía unos tres meses de haberse iniciado y ya sabíamos que duraría cuando menos un par de años, por eso optamos por dejar ese rancho.
Así que esa tarde prácticamente yo le estaba diciendo adiós al rancho, ya que "Kanke" el dueño de San Antonio,  les había rentando el casco del rancho a la constructora como campamento base y como oficina.

Luego de recoger nuestras cosas y subirlas a mi camioneta, me dirigí a los cocineros, que curiosos me miraban.

-¿Cómo les ha ido, todo bien?  Pregunté amistosamente tratando de romper el hielo. Los dos cocineros sentados a un lado de la chimenea evidentemente tenían pocas ganas de conversar.
-¿Qué novedades? Insistí con una sonrisa.
-No pos nada... Apenas si me contestó uno de los cocineros.

Yo no entendía el porqué de esa actitud hostil y un poco molesto me encaminé a la puerta, pensando porqué me rechazaban y rehuían la conversación. Entonces recordé todos los sustos y cosas raras que habíamos visto en ese rancho en los años que cazamos ahí. Pensé en las muchas noches en que había escuchado que  cortaban leña, en aquella respiración que algunas veces  sentí sobre mi rostro.

-¿Qué les pasa? ¿Tienen miedo? Les dije desde la puerta.
-¡Y cómo chingados no vamos a tener miedo si en ésta pinche casa no podemos ni dormir'! Me dijo uno de los cocineros.
-Se prende la lumbre sola en la noche, se oyen golpes de hacha y te soplan en la cara... me dijo el otro apresuradamente.
-Nomás la méndiga necesidad del trabajo nos hace aguantarnos aquí, pero ya le dijimos al mayordomo que nos cambie de campamento, pos si no mejor le dejamos el  trabajo, aquí nomas estamos pasando sustos.
-Los demás trabajadores ya no quieren quedarse aquí a dormir, los operadores de los bulles, como ganan más dinero se están yendo a dormir a un hotel ahí en la entrada de Nuevo Laredo, me confesó el otro cocinero.

Los entendí a la perfección, pues nosotros en los años que cazamos en el rancho San Antonio,  pasamos por lo mismo. Luego de haber hablado con los cocineros, me despedí de ellos y salí del rancho.

Unos dos meses después aprovechando que iba a Nuevo Laredo, me salí de la carretera y tomé el famosísimo callejón que me llevaba al rancho San Antonio. Realmente no tenía a qué ir, pero sentía curiosidad y quise saber cómo les estaba yendo a los trabajadores de la carretera.

Llegue al  portón del rancho y no tuve que bajarme a abrirlo, pues estaba abierto y ahí a un lado como siempre estaba el riel con el que emparejábamos las brechas.

Esa vez ya no lo coloqué en el tirón de mi camioneta.

Me dirigí a la casa que estaba a unos 800 metros del portón. Esperaba ver el bullicio del campamento de los constructores de la carretera.

Pero el rancho estaba solo.

Increíblemente estaba muy limpio, podía jurar que hasta las manchas de aceite de las máquinas en el piso se habían borrado. Entré a la casa, no puedo decir que no sentí una sensación extraña, pero yo había estado tantas veces en esa casa, había dormido infinidad de noches ahí y aunque sentía miedo, fue fácil superarlo.

La casa estaba muy limpia, los pocos muebles bien acomodados, otra vez estaban las macetas y puedo jurar que hasta el piso del porche estaba regado o al menos húmedo.

El campamento de los trabajadores de la carretera se había ido del Rancho San Antonio. La enorme placeta de más de dos hectáreas estaba sola y limpia. La extraña casa de estilo europeo, de piedra y madera, lucía como en otros años.

No sé por qué dije en voz alta:
-Les ganaste,  los corriste de tu rancho. Los echaste de tu casa.
La puerta de la casa que yo  había dejado abierta se cerró con violencia y una vez más sentí aquel viento helado que sentíamos en las noches cuando se prendían las llamas en la chimenea.

Miré por la ventana hacia afuera y vi como una tolvanera levantaba  el polvo de la placeta formando remolinos.

Salí lentamente, cerré la puerta, subí a mi camioneta y me alejé del rancho San Antonio y hasta la fecha jamás he regresado...

Pero bueno,  esta no era precisamente la historia que iba a contarles.

La aventura que yo viví en el rancho San Antonio fue cuando vi a un venado muy grande.

Ocurrió una mañana del invierno de 1993.

Sabíamos que estábamos cazando en una zona excelente y aunque ya 
habíamos visto muchos venados, no tirábamos pues estábamos esperando uno verdaderamente grande.

Me subí a una torre que estaba en una de las brechas más anchas del rancho. Esa torre miraba hacia una cañada honda por donde había mucho movimiento de venados.

Serían las 6:45, faltaban unos 10 minutos para que empezara a amanecer.
Todo estaba bien y a mi espalda sentí como la obscuridad empezaba a dar paso a la luz del día. Pero también me di cuenta que un manchón de niebla espesa estaba en la cañada honda.

Conforme había más luz, la mancha de niebla se fue haciendo más espesa.
A eso de las 7:15 de la mañana, ya con la luz del día, constaté que estaba en medio de un banco de niebla muy espeso y denso.

La brecha en donde yo estaba tendría unos 12 metros de ancho, y en ciertos momentos alcanzaba a ver el monte que quedaba frente a mí, pero la visibilidad era totalmente nula, cero metros.

Con cierta desesperación vi el reloj y ya eran casi las ocho de la mañana.
La niebla seguía igual cero metros de visibilidad  y solo cuando soplaba algo de viento se hacían jirones rasgados que permitían ver unos 10 o 15 metros de manera intermitente, pues de pronto se cerraban de nuevo. El reloj llegó a las nueve de la mañana y a partir de ese momento la visibilidad se abrió unos 10 metros de manera permanente.

Debo de admitir que yo estaba totalmente desanimado, había recargado mi rifle, en ese entonces un Remington 700 BDL calibre 25-06, en una esquina de la torre, saqué una naranja de mi mochila y mal sentado en la silla giratoria me dispuse a comerme mi naranja. 

Mientras saboreaba el jugo, moví ligeramente mi cabeza hacia la izquierda. Ese movimiento me permitió percibir un ligero movimiento entre la niebla. Dejé la naranja y puse mayor atención en un manchón de tasajillos y chaparros prietos que tenía frente a mí y fue como lo vi tapándose con un guayacán grande.

La distancia de la torre al otro lado de la brecha sería de unos 12 metros y cuando mucho el enorme venado estaba unos 5 metros adentro del monte.
No le veía el cuerpo completo, pues se cubría con los matorrales que aún con el poco follaje que tienen en el invierno le daban la cubierta que el venado necesitaba para protegerse. Los segundos transcurrían y el venado daba uno o dos pasos y se detenía.

Con suma lentitud empecé a enderezarme en la silla y con la mano a tientas encontré el cañón de mi Remington 700. El tocar el cañón de mi arma me inspiró confianza. Empecé a levantar el rifle y ese mínimo movimiento alertó al venado. Levantó la cola y con pasos rápidos, casi al trote se empezó a alejar.

Sin embargo la suerte puso a mi favor un pequeño clarito, una placetita de unos 15 por 15 metros que se abría como lunar entre el monte. El venado entró a la placeta y fue cuando lo vi y lo admiré a plenitud. 

Vi su cuerpo enorme, un macho de 6 ½ años de más de cien kilos de peso, una canasta de 23 a 24 pulgadas de abierto; dos enormes velas principales que rodeaban la cabeza y salían delante y encima de la nariz del venado, cuando menos 6 puntas de cada lado, las G2 de casi 12 pulgadas de alto.
Tan cerca estaba que le vi los pelos del lomo y del cuello totalmente erizados.

Caminaba rápido, pero levantaba las manos y marcaba el paso como si se tratara de un caballo español que estuviera piafando.

El hermoso y gran venado tuvo el atrevimiento de voltear hacia la torre. Cuando movió su cabeza pude ver el gran hueco de aire que quedaba entre la vela izquierda y la vela derecha y eso me confirmó que estaba ante un gran venado.

Pero junto con esa confirmación llegó el Buck feber.

El venado me miraba fijamente y su cuello se veía más ancho y grueso debido a lo erizado que tenía el pelo. Lo húmedo del pelo y la coloración invernal le daban un tono de gris acero casi negro.

Logré sobreponerme a la fiebre del venado y seguí levantando mi rifle. Cuando finalmente logré sacarlo del rincón de la torre en donde lo había recargado y me disponía ahora a bajarlo y ponerlo en posición de tiro, volvió la niebla.

Como en un sueño vi como la negra silueta del venado de enormes astas se iba desapareciendo entre la nube de niebla blanca. En dos segundos la niebla puso un blanco y espeso telón.

Aproveché la niebla, acomodé el rifle y me senté en posición de tirar, confiaba que un jirón se abriera y me permitiera ver una vez más al hermoso y majestuoso venado.

Los segundos dieron paso a los minutos y la niebla no se abrió.

Una hora y media después la niebla desapareció por completo. Recordaba al gran venado que había tenido tan cerca de mí y por un momento dudé, me dije a mi mismo con energía: "ni estoy loco, ni veo visiones ni me imagino cosas, el venado estaba ahí yo lo vi, ahí estuvo... ahí deben estar sus huellas".

Me bajé rápidamente de la torre, crucé la brecha y me encaminé hacia la placeta. Sin dificultad alguna encontré las huellas del venado, toda vez que la tierra estaba muy húmeda por el sereno y por la niebla.

Caminé a contra huella y llegué precisamente al punto en donde el venado estuvo parado enfrente de la torre. Escasamente serían 22 o 23 metros de distancia.

Regresé a la placeta y cuando mucho serían de 35 a 40 metros de distancia. Seguí las huellas del venado y vi como cruzó la brecha a unos 60 metros de mi torre, protegido por la niebla que no me permitió verlo cuando cruzó la brecha.

No puedo negar que sentí coraje. Me reprochaba no haber estado atento, pero igualmente no me sentí responsable. Yo sabía que no había sido descuidado, la niebla fue tan intensa que hubo mucho tiempo que no se miraba ni a un metro de distancia.

Cómo podría imaginar que un venado de más de 170 puntos del B&C estuvo parado frente a mí.


Simplemente entendí y admití que ese gran venado no era para mí.

lunes, 2 de septiembre de 2013

El pozo de las tarántulas

Se iniciaba la década de los años 70 y era yo un jovencito de apenas 17 años. La cacería era para mí una experiencia grandiosa. Salir al campo, conocer ranchos, ver los animales y tener la posibilidad de cazarlos era algo maravilloso; pero...
Pero… pero… había que cazar de noche.
Eso no me gustaba. Y no me gustaba simplemente porque el monte me daba miedo de noche. En ese entonces yo no sabía si era legal o ilegal cazar de noche. Todas las personas que yo conocía lo hacían. Eran personas buenas, honradas. Eran profesionistas, comerciantes; en pocas palabras eran gente de bien.
El que cazaran de noche no los convertía en delincuentes. La gente en el siglo pasado en los años 60 y 70 cazaba de noche porque era la costumbre. Y más bien lo hacíamos porque no sabíamos cómo cazar de día. La costumbre en aquellos años era escoger un rancho o un ejido a dónde ir, llegar casi al obscurecer y ponerse de acuerdo con los lugareños. La gente del ejido o de los ranchos siempre estaba dispuesta a servirte de guía. Les gustaba que llegara el grupo de cazadores. Se prendía una lumbre, se calentaban los lonches que llevábamos, y algunas veces se asaban elotes que se cortaban en ese momento de las labores. La idea era hacer tiempo, esperar a que dieran cuando menos las once de la noche para empezar a fanalear. También se llevaba una botella de tequila, pero ya sabíamos que había que racionar lo para evitar que los guías del rancho o del ejido se emborracharan. Era un trago por cabeza y guardábamos la botella, les decíamos que había que guardar el resto para el festejo, cuando cazáramos el primer venado.
En esa ocasión llegamos a un lugar conocido como Estación Huertas. Es un ejido que corresponde al municipio de Montemorelos y queda prácticamente en la margen del río Cabezones. Éste ejido tiene la vía del tren que va a Tampico por un lado, colinda también con el rancho Santa Ana, de la familia Barragán, uno de los primeros ranchos que se “enmallaron” en Nuevo León.
Los ejidatarios tenían temor de acercarse a Santa Ana, pues si los sorprendían les mandaban a la policía rural. Pero el ejido comprendía unas 1,800 hectáreas y como los ejidatarios sembraban maíz y frijol, había mucho venado y pecarí de collar en las labores ejidales, no teníamos para que molestar a la familia Barragán y así evitábamos problemas.
Aquella noche llegamos en un camión de redilas y en un automóvil Barracuda. El camino para llegar hasta las casas del ejido siempre estuvo en muy buenas condiciones. Llegamos a las casas de los hermanos Antonio y Juan Luna como a las nueve de la noche; ellos siempre estaban dispuestos a acompañarnos y servirnos como guías.
Nos pusimos de acuerdo y acordamos que iríamos a unas labores en donde había maíz sembrado. A eso de las diez de la noche llegamos a la labor. Uno de los cazadores, de nombre Guadalupe Castillo, se puso a cortar elotes, otros encendieron una enorme fogata y pusieron las cañas del maíz con todo y las mazorcas. Al poco rato comíamos unos deliciosos elotes asados.
La lumbre se fue apagando y como se habían puesto las cañas de maíz había mucho “verde” y en consecuencia mucho humo. Yo estaba sentado encuclillas como todos los demás; pero el maldito humo me molestaba en los ojos. Me aguanté un rato pero el viento llevaba el humo directo a mi rostro y los ojos me lloraban.
«Qué necesidad tengo de aguantar este mendigo humo en la cara» Pensé y de inmediato me levanté y me cambié de lugar.
Estuve unos minutos en paz, pero increíblemente el viento me volvió a llevar el humo a la cara. Me aguanté otro rato pero la molestia era grande.
Con los ojos llorosos por el humo me levanté y decidí cambiarme de lugar a un lado opuesto, buscando con ello terminar ya con la molestia. Les di la vuelta a todos y caminé entre la obscuridad tratando de encontrar un sitio en el que el humo ya no me diera en la cara.
El brillo de la hoguera, mis ojos enrojecidos por el humo y la noche obscura, hicieron que caminara prácticamente como un ciego, sin fijarme hacia donde me dirigía. Caminaba arrastrando un poco el pie, a propósito para evitar tropezar, pero al dar el siguiente paso algo ocurrió.
Mi pie ya no encontró apoyo. El piso se había terminado y mi pie quedó en el viento.
Traté de equilibrarme... no pude; sentí que volaba.
Vino la caída: un metro, dos, tres, cuatro. Luego me estrellé contra el piso.
Me dolía la cadera y las costillas, como pude me enderecé. Escuché gritos afuera del pozo.
‪—Este cabrón se cayó al pozo, hay que sacarlo ‪—dijo en voz alta uno de los ejidatarios.
‪—¿Pos cómo fue que no miró tamaño pozo? ‪—dijo otro.
‪—Aquí vamos a hacer una noria pa´ regar el maíz ‪—explicó otro de los ejidatarios.
Los cazadores se pusieron de pie rápidamente, se acercaron con cuidado a la orilla del pozo y me preguntaban si estaba lastimado. Gracias a mis 17 años ‪—y a que no estaba gordo­‪— pude ponerme de pie. Me dolían las costillas y la cadera, pero no tenía fractura alguna.
‪—¡Ayúdenme a salir! ‪—grité.
‪—¡Ahí vamos… andamos buscando un mecate! ‪—me contestaron.
Yo estaba ya de pie y listo esperando el mecate, entonces recordé que traía en la cintura mi pila seca y la lámpara de cabeza. La encendí y alucé al piso del pozo, pensando que tal vez en la caída podría haber tirado algún objeto. Cuando la luz de la lámpara iluminó el piso del pozo, vi algo que me estremeció.
Sentí en ese momento una sensación de horror. A la luz de mi lámpara vi unas tarántulas que estaban entre mis botas y se movían de un lado a otro entre mis pies. No sabía qué hacer, saltaba en un solo pie y trataba de encontrar algo que me ayudara a no estar parado dentro de aquel pozo lleno de tarántulas. Debían de ser unas siete u ocho tarántulas… pero a mí se me hacían miles.
Imagínense Ustedes a un muchacho citadino en sus primeras salidas al monte. Antes de esa noche jamás había visto una tarántula más que en dibujos. Ahora las tenía entre mis pies. Lo más angustiante era la sensación de imaginarlas ya subiendo por mis piernas.
Los gritos de mis compañeros me alertaron para que viera el mecate que ya estaba colgando dentro de aquel pozo. Ellos, desde afuera, también veían las tarántulas moverse.
¡Agarra el mecate! me gritaban.
Como pude lo agarré con las dos manos y les grité que me subieran rápido. El primer jalón me levantó del piso. Con mis pies me apoyé en las paredes del pozo y al tercer tirón ya estaba prácticamente afuera. Los brazos de mis amigos me jalaron con energía. Me sentaron en el piso.
Al fin estaba afuera del maldito pozo de las tarántulas. Me preguntaron si no estaba quebrado, les respondí que estaba bien. Me tocaron las piernas y los brazos para cerciorarse que no me hubiera fracturado y después de eso todos se calmaron, el único que seguía temblando era yo, sentía que las tarántulas aún estaban subiendo por mis piernas. Un trago de tequila ayudó a tranquilizarme.
En ese momento se empezaron a formar las parejas de cazadores para iniciar la cacería nocturna. Tal vez tratando de compensar el buen susto que me había llevado con la caída en el pozo de las tarántulas, esa noche me permitieron fanalear en la mejor labor del ejido Estación Huertas. Y por si fuera poco, los dos mejores guías, Toño y Juan Luna, me fueron asignados como compañeros esa noche.
Nos separamos y los otros dos cazadores salieron con sus guías. Toño Luna, su hermano Juan y yo nos dirigimos a la labor que nos correspondió. Me advirtieron que había muchas “monas de rastrojo”.
La “mona” o “gavilla”, es el nombre que el campesino le da a unos montones de cañas de maíz prácticamente secas que pone en posición vertical entrelazadas unas con otras. Esas “monas de rastrojo” equivaldrían actualmente a comederos, pues las cañas de maíz conservan las mazorcas en proceso de secado. Por esa razón, esa labor en la que cazaríamos esa noche era la mejor, pues por tener maíz, sin duda tendría también venados, pues las mazorcas le daban un mayor atractivo para acercarse a los venados.
La labor debe haber sido de unas siete u ocho hectáreas y era rectangular, angosta y muy alargada. Con la luz de mi lámpara recorríamos lentamente aquella labor. No tardamos mucho en ver los primeros destellos de luz, era el reflejo que producían los ojos de las venadas que se veían claros, muy semejantes a una estrella.
Caminábamos lentamente porque así debe ser; además íbamos lento porque la tierra arada nos impedía caminar más rápido. Entre unas “monas” o “gavillas” de rastrojo vi unos ojos que centellaban en color amarillo rojizo, eran diferentes a los que parecían estrellas.
Ahí ´ta. Un macho me dijo Toño Luna.
Vete acercando dijo su hermano Juan en voz baja.
Caminábamos ahora más lento evitando hacer ruido. Sin embargo había varas de rastrojo en piso que al pisarlas tronaban haciendo ruido.
-Acércate más insistía Juan Luna, cuando yo me detuve y encaré mi rifle.
En ese momento nos dimos cuenta que el venado macho estaba echado. La luz de mi lámpara lo iluminó completo, pues cuando mucho estaría a unos 30 o 40 metros de distancia. Notamos también que era un venado joven y lucía una canasta de astas pequeña; pero para un jovencito de 17 años, como era yo en aquel entonces, ese venadillo significaba un gran trofeo así que encaré mi rifle Winchester 30-30 de palanca y sin lente, como se usaba en aquellos años; trataba de que la mira abierta de mi rifle quedará alineada con el haz de luz. Ya estaba a punto de disparar, cuando escuchamos un ruido extraño y fuerte que me asustó y me hizo que bajara el rifle. Sentimos cómo la cerca de alambre de púas se sacudía y se estremecía haciendo a los alambres de púas vibrar y producir aquel ruido.
El venadito, que hasta entonces había estado echado, al escuchar el ruido de la cerca se puso de pie de un salto. Toño y Juan se quedaron quietos escuchando el sonido y tratando de adivinar qué ocurría. En silencio miraron a la cerca, yo noté que aquel ruido nos distrajo a todos. Al ver que el venadito se levantó yo le apunté e iba a dispararle antes de que se fuera.
Párate, no le tires me dijo Toño Luna.
¿Por qué no? e pregunté yo intrigado venimos a cazar venados ¿por qué no le puedo tirar?
No le tires a éste, espérate, porque se acaba de lazar uno en la cerca respondió con mucha seguridad.
Mi mente de jovencito citadino e inexperto no me permitía entender qué estaba pasando en ese momento. Los dos ejidatarios se encaminaron rápidamente hacia el extremo de la labor en donde se escuchaba el sonido que se generaba con los jalones a los alambres de púas del cerco perimetral. Toño Luna, quien también llevaba una lámpara sujeta en su cabeza, aluzó hacia el punto de dónde provenía el sonido. En su mente estaba interpretaba los sonidos, la intensidad, la frecuencia...
Ta´ bien lazado un venado, camínale rápido pa´ la cerca. ¡Muévele!
Batallamos para caminar entre la tierra arada hasta que nos acercamos al venado lazado en la cerca de púas. Es necesario que explique que los ejidatarios, o algunos rancheros que no cuentan con rifles o escopetas, cazan sus venados utilizando lazos. Se les llama “lazos matreros”.
Es una trampa mortal para el animal que cae en uno de ellos. El lazo es un aro que asemeja un lazo vaquero. Tiene una hondilla que la hacen con las terminales que sujetan las baterías de los automóviles. El lazo se hace con cables de frenos de bicicleta. Una vez que el ranchero ya hizo el lazo, elige un buen pasadero y ahí lo coloca. Clava en el piso una estaca de madera o metálica bastante maciza y profunda, debe de enterrarla más de un metro y sujeta a ella el “lazo matrero”. La idea es que cuando el venado pase por entre la cerca de alambre de púas, introduzca parte de su cuerpo en el lazo. Como la terminal de la batería es ancha, el cable corre muy rápido a través de ella. Por eso, cuando el animal se incorpora inmediatamente, el cable lo sujeta. Y como el cable está atado a la estaca enterrada es prácticamente imposible que pueda escapar.
Sin embargo hay animales muy corpulentos que luchan por escapar y en algunas ocasiones revientan el cable o sacan la estaca, aunque esto es poco común que ocurra.
Pero volviendo a esa noche en el Ejido Estación Huertas, el venado efectivamente estaba lazado. Lo vimos con la luz de las dos lámparas.
Tá bien chingón... tá bien chingón repetía Toño con un típico sonsonete norestense en la voz.
En ese momento puse atención al venado estaba lazado de las astas. Con los jalones ya había quebrado dos estantes de la cerca y los alambres de púas estaban enredados, pues el venado estiraba en algún momento desde dentro de la labor y luego lo hacía desde afuera.
Era un guerrero que se resistía a ser sometido por esa trampa. Sería una mentira si digo que le conté las puntas, no hice eso, pero al verlo me di cuenta de que tenía muchas.
¡Ya suénale porque se va, tírale! me decía Juan.
Apúntale bien en las paletas susurraba Toño.
Pero aún con las voces tan bajas, el venado se alteraba y se sacudía sin permitirme apuntarle.
Al fin, luego de una violenta sacudida, el venado se quedó quieto. Disparé y volvió a sacudirse con fiereza.
¡Suéltale otro! me ordenaba impaciente Juan Luna.
Tras unos segundos de jaloneos y tirones con los alambres,el venado ya herido, volvió a detenerse y todos apreciamos una mancha de sangre en su paleta. Mi Winchester 30-30 disparó un segundo tiro y un plomo de 150 granos impactó al enorme venado que esta vez cayó y se quedó inmóvil.
El silencio invadió aquella labor. Me ordenaron que apagara mi lámpara de cabeza y Toño también apagó la suya.
Con una pequeña linterna de mano nos fuimos acercando al venado. Todos íbamos en silencio, siento que la descarga de adrenalina que tuvimos nos agotó. Llegamos junto al venado de la subespecie miqihuanensis que había abatido. Tenía siete puntas de un lado y cinco del otro, incluyendo un arete muy extraño que salía de la vela principal y en vez de bajar iba hacia adelante.
Así terminó aquella noche…. Toño y Juan Luna recogieron uno de los estantes rotos de la cerca, luego le quitaron el lazo matrero de los cuernos a mi venado y lo sujetaron por las patas al estante. Yo venía adelante y con la lámpara de mano les aluzaba el camino. «Matador no puede ser cargador» decían alegremente mientras cargaban mi venado por entre la tierra arada.
Aquella noche me enseñó mucho sobre la cacería. Confirmé que la suerte” juega un papel muy importante en ésta actividad. En unos cuantos segundos conocí dos maneras de cazar, ambas reprobables: la luz artificial y los lazos. Comprobé su eficacia; pero no me gustó ponerlas en práctica.
Creo que si eres de verdad un cazador, debes permitir que el venado se defienda; dejarlo que haga su juego y si es más listo que tú, simplemente que se vaya, pues te ganó.
Esa noche usé esas técnicas, el fanal y el lazo, pero juro que jamás volví a ponerlas en práctica, no me sentía bien por haberlo hecho. Admito y reconozco con vergüenza que cazar con lazos y fanal es una porquería.
Muchos años después al recorrer los ranchos, me sigo encontrado con “lazos matreros”. Me da tristeza darme cuenta que en pleno siglo XXI, todavía haya quien ponga lazos en las cercas.
Cuando veo los lazos me detengo, los quito y los destruyo y he llegado a poner en su lugar un letrero advirtiendo al que los pone que no lo haga, y no lo he hecho con buenas palabras, ha sido de mentada de madre para arriba y con amenaza de buscarlo y encontrarlo si me pone otro lazo en mis cercos.
Siendo honesto, les diré que ésta historia no me gusta contarla, realmente me avergüenzo de ella. Pero debo de contarla porque forma parte de mi vida. Quisiera que no hubiera pasado, pero pasó. Y ahora muchos, muchos años después, tomo lo bueno que me dejó esa aventura. Porque todo lo malo… tiene bueno. Y lo único bueno de ésta experiencia, es que conocí de primera mano el “cómo se hace”. Ahora nadie me cuenta cómo se caza de noche y nadie me cuenta cómo se pone un lazo en una cerca .
Esto me recuerda que el mejor GUARDIAN DE CAZA… es un “cazador furtivo reformado”.