jueves, 15 de agosto de 2013

Caminando de las once de la noche hasta las siete de la mañana.

Estaba finalizando el verano del año 1995, la renta de ranchos para cacería empezaba a ser cada vez más popular entre los cazadores. Desde aquellos años yo me dedicaba a rentar los ranchos, fue como un día recibí una llamada de Jorge Elosúa, quien quería ir a conocer algunos ranchos por la carretera rivereña o por la Línea del Gas, en Anáhuac, Nuevo León.

Acordamos fecha y salimos una mañana en dos vehículos propiedad de Jorge Elosúa, una Grand Cheroke, nuevecita, todavía con los forros de plástico en los asientos, y un camión Chevrolet doble rodado con el logotipo de Química del Golfo, que era el negocio propiedad de Jorge Elosúa y de su familia.

Recorrimos varios ranchos por la carretera rivereña, justamente entre Colombia, Nuevo León e Hidalgo, Coahuila, considerada hasta la fecha como una zona de mucha calidad cinegética. Comimos en el restaurant de la gasolinera del Puente Internacional Colombia y ahí le comenté a Jorge Elosúa que además de los ranchos que habíamos visto en la mañana, había otras opciones. Concretamente le ofrecí unos ranchos ejidales ubicados en El Coyote, lugar conocido también como Ejido La Constructiva. Jorge aceptó la idea y a eso de las tres de la tarde nos pusimos en camino rumbo a la famosísima Línea del Gas.

Llegamos a la entrada de la brecha en el punto conocido como La Vidriera Jorge, su chofer Marcos y yo que viajábamos en la Grand Cherokee. Otro trabajador de Jorge Elosúa era quien manejaba el camión de doble rodado y nos seguía a distancia. El camión tenía redilas de madera y le habían acondicionado un tablón, sujetándolo de redila a redila. De esa forma ese tablón se convertía prácticamente en un asiento elevado. Marcos, el chofer de confianza de Jorge, se pasó a manejar el camión de redilas y la persona que venía manejándolo se quedó en la Grand Cherokee; él nos iba a esperar en ese sitio y cuidaría de la camioneta.

Emprendimos la  marcha hacia el oeste, por la famosa Línea del Gas, nos íbamos a internar unos 26 kilómetros y realmente íbamos muy a gusto sentados en el tablón, pues teníamos una vista excelente.

Al poco andar empezamos a ver venadas y pecaríes. La tarde pintaba bien. Nos dimos cuenta que había muchos charcos de agua, evidenciando que haría unos 3 ó 4 días había llovido fuerte  en la región. Recorrimos los 26 kilómetros de la entrada de la Brecha del Gas hasta la Laguna Larga de las Tripas en poco más de media hora, por lo que a eso de las cinco de la tarde llegamos al rancho de Víctor Chávez.

Víctor Chávez era un excelente anfitrión. Había sido capitán de meseros en un lujoso restaurant de Nuevo Laredo, pero por azares del destino en aquellos años vivía solo en aquel alejado rancho en donde cuidaba un atajito de cabras. Algo grave debió haber pasado para que aquel hombre que había sido capitán de meseros ahora viviera solo en aquel rancho. Sin embargo su esmerada educación, sus atenciones y sus buenos modales eran evidentes, Víctor Chávez, era un hombre muy atento y educado. Tenía el don de saber atender a las personas.

El comportamiento de Víctor Chávez le gustó a Jorge Elosúa, además de que al recorrer el rancho vimos muchos animales. Jorge me dijo que no necesitaba ver más y que rentaría ese rancho. Se lo hice saber a Víctor Chávez y muy contentos regresamos a la casa del rancho.

Realmente se notaba y era evidente que Víctor Chávez en otros años había trabajado en un restaurant de gran lujo, ya que era un hombre muy limpio y cuidadoso de su persona y también en su vivienda. El interior de su casa era modesto pero exageradamente limpio y ordenado, dentro de su sencillez se notaba su  buen gusto. Eso también le agradó a Jorge Elosúa, quien tenía pensado llevar a ese rancho a sus hijos pequeños y por ello le gustó que el lugar estuviera muy limpio y ordenado.

Para rematar exitosamente aquella tarde, Víctor Chávez amasó harina y como en la chimenea siempre había brasas, puso un comal y en unos minutos nos preparó unas excelentes tortillas de harina con un poco de mantequilla y queso de cabra recién hecho, acompañadas de una tasa de café de olla. Los platos muy limpios, el mantel impecable. Qué excelente manera de festejar la renta del rancho. 

Platicamos una media hora y casi obscureciendo nos despedimos de Víctor Chávez, quien se quedó solo en su rancho. Subimos al camión y como aún había algo de luz, Jorge Elosúa y yo subimos al tablón colocado sobre las redilas. Marcos manejaba y lo hacía con cuidado ya que aún había charcos y lodo en las brechas. Desde nuestro asiento elevado le anticipábamos hacia donde mover el camión, gritándole izquierda ó derecha según fuera el caso.

Estábamos a unos cuantos minutos de que obscureciera cuando en medio de la brecha apareció un enorme charco. Rápidamente gritamos izquierda, pero Marcos dudó por un momento y no detuvo la marcha. Volvimos a gritar izquierda pero Marcos reaccionó tarde y giró el volante a destiempo.

Lo deseable es que él  hubiera detenido la marcha y luego regresar en reversa el camión unos dos o tres metros para voltear luego a la izquierda; pero no lo hizo así, pues Marcos volteó a la izquierda cuando ya estaba prácticamente dentro de lo que parecía era un enrome charco.

Tres semanas después, cuando fuimos a sacar el camión doble rodado nos dimos cuenta que no era un charco, era una noria que estaban excavando. Como días antes había estado lloviendo se había llenado de agua y lo que a simple vista creías que era un charco de agua, era un pozo de más de dos metros de profundidad. 

La llanta delantera derecha del camión quedó prácticamente en el centro de aquel hoyo lleno de agua y lodo. El golpe del camión al caer en el pozo fue muy fuerte y Jorge Elosúa y yo saltamos sobre el tablón y caímos al piso de madera dentro de  la caja del doble rodado.

El camión de redilas se detuvo bruscamente pues toda la llanta derecha había quedado dentro del hoyo. Es decir el camión quedó empinado grotescamente hacia adelante. En ese momento no supimos qué había pasado, simplemente nos dimos cuenta que aquel camión no saldría de ese lodazal.

Tres semanas después se necesitó de seis personas, dos gatos de lagartija, varias palas y unos talaches, así como cuerdas gruesas y dos camionetas, además de tres horas de trabajo para poder sacar el camión doble rodado de aquel pozo cuando el agua ya había bajado de nivel.

La tarde-noche de esa historia, de lo único que estábamos seguros es que nosotros tres nada podríamos hacer y que sería imposible para nosotros sacar el camión del hoyo. Una de las grandes enseñanzas que nos da el monte y la cacería es aprender a reconocer nuestras limitaciones y nuestras derrotas.

Eran pasadas las ocho de la noche cuando supimos que estábamos a unos 33 kilómetros de la camioneta Grand Cherokee. Eran 26 kilómetros por la Línea del Gas y aún nos faltarían 6 kilómetros para llegar a la Laguna Larga de las Tripas; en donde está la segunda estación de bombeo.

No había teléfonos, radios ni medio de comunicación alguno, Por ello no teníamos manera de avisar a nuestras familias que no podríamos volver a nuestras casas aquella noche. Mirábamos el camión con la llanta hundida dentro de aquel pozo de agua. Nada que hiciéramos lograría sacarlo de ahí. Evaluamos nuestras opciones.

Una podría ser regresarnos caminando a la casa de Víctor Chávez  y pasar ahí la noche; pero aunque llegáramos a su casa no solucionaríamos el problema, pues seguiríamos varados y sin poder llegar a la camioneta Grand Cherokee, y lo más importante: no avisaríamos a nuestras familias. Víctor Chávez estaba sólo en el rancho y no contaba con ningún vehículo de motor, el alimento se lo llevaba mensualmente un hermano suyo que iba a visitarlo y a llevarle provisiones, Por eso  en el rancho no había ningún vehículo.

Como eso no solucionaba nuestro problema, optamos mejor por caminar hacia la Brecha del Gas, pensando que posiblemente –aunque era una posibilidad remota– pudiera pasar alguna camioneta que nos llevara hasta la Grand Cherokee.

Nos dimos prisa y caminamos rumbo a la Brecha del Gas. Cruzamos la laguna conocida como Laguna Larga de las Tripas. Nuestra mirada recorría esa gran planicie anhelando ver el esperado reflejo de las luces de alguna camioneta; pero nada, todo era obscuridad.

Y para colmo de males y abundancia de nuestra mala suerte, a eso de las 9 de la noche empezaron los relámpagos y se desató una lluvia torrencial. Con el aguacero se terminó toda posibilidad de que alguna camioneta transitara por la Brecha del Gas. Así nos dimos cuenta que tendríamos que pasar la noche entre el monte y mojados.

Eran casi las diez de la noche cuando al fin alcanzamos la famosísima Brecha del Gas. Justamente en el sitio en donde la brecha parte en dos la Laguna Larga de las Tripas. Coincidentemente, en ese sitio está también una caseta de bombeo abandonada. La caseta de bombeo era un cuarto de tres por tres metros, en su interior alguna vez estuvieron las válvulas y llaves de paso que hacían posible el bombeo del gas procedente de Laredo, Texas, hasta la región carbonífera, en Nueva Rosita, Sabinas y Muzquiz, Coahuila. Pero en ese momento la estación de bombeo era un cuarto en ruinas y en total abandono. No llevábamos lámparas ni herramienta alguna, así que con unas ramas improvisé una escoba y barrí el  piso del cuarto.

Yo me disponía a tirarme en el suelo recién barrido, cuando Jorge Elosúa me preguntó qué cuál era el plan… ¡¿El plan?!

Su pregunta me desconcertó, mi plan era simplemente quedarme a dormir ahí y a la mañana siguiente esperar a que pasara alguna camioneta. Él me dijo que necesitaba que esa misma noche se le avisara telefónicamente a su familia que él estaba bien y que al día siguiente regresaría sin mayor problema.

Le expliqué que el teléfono público más cercano estaba hasta el Puente Colombia, afuera del Banco llamado Banjercito, y había otro teléfono público  afuera de la gasolinera también en el Puente Colombia. Le dije que debido a la lluvia, ninguna camioneta se movería por esas brechas de terracería, es decir, no había ninguna opción de que alguien nos ayudara.

La única opción era… caminar… ¡los 27 kilometros! para llegar hasta la Grand Cherokee y de ahí ir a Colombia a hablar por teléfono, a fin  de tranquilizar a la familia de Jorge Elosúa y de paso avisar también a mi familia que estábamos bien.

Me quedó perfectamente claro que quien iba a hacer la caminata era yo.

También me quedó claro que me iba a ir solo, pues Marcos y Jorge Elosúa se quedarían en la casita de la estación de bombeo. No me molestó que fuera así pues era yo quien los había llevado a ese lugar e indirectamente era mi culpa que estuviéramos varados en ese remoto lugar, así que ahora era mi obligación darle  una solución al problema. No lo pensé más, me puse de pie y le dije a Jorge Elosúa que él se quedara con Marcos en la estación de bombeo, que yo caminaría por toda la Brecha del Gas hasta llegar a la Grand Cherokee. Hicimos cuenta de los kilómetros y determinamos  que un hombre puede recorrer de 4 a 5 kilómetros por hora. Eso quería decir que iba a necesitar cuando menos de cinco horas de caminata para llegar a la camioneta. En realidad necesite de seis y media horas pues la noche estaba obscura y no tenía lámpara. Tuve que caminar totalmente a obscuras y eso me obligó a ir más despacio para evitar tropezar o pisar mal y lastimarme un pie.

Nos separamos y ellos dos se quedaron solos en medio de la Laguna Larga de las Tripas. 

Yo empecé a caminar, eran las 11 de la noche con 20 minutos. Afortunadamente en aquellos años, la Brecha del Gas ya era un camino con buen mantenimiento. Todo fue que mis ojos se acostumbraran a la obscuridad y empecé la caminata.

La lluvia empezó a eso de la una de la mañana. Fue una lluvia corta –duró una media hora– pero intensa que me hizo el recorrido más incómodo por lo mojado de mi ropa y lo resbaladizo del suelo.

Aunque fuera despacio iba avanzando, terminé de andar el ejido La Constructiva y pase por La Chancaca que es una parte de lomas. Al terminar La Chancaca está la puerta del rancho San José, de Juan Francisco Flores Alvarado (q.e.p.d.), frente a ese rancho está lo que es ahora el rancho Las Víboras. Justamente ahí me detuve… eran pasadas las dos de la mañana. Me senté un rato en el suelo a descansar. Por la ropa empapada y lo fresco del suelo húmedo, empecé a sentir dolores en las rodillas. De inmediato me levanté, hice algunas flexiones y seguí caminando.

Al empezar a bajar la loma me di cuenta de que ya estaba en los terrenos de El Llano y La Bandera, rancho que perteneció a don Ricardo Morales, quizá el introductor de ganado más grande que ha existido en Nuevo León. Ahora El Llano y La Bandera son propiedad de Arturo Serna.

Cuando llegué a la puerta de ese rancho me detuve frente a la pared de block que enmarcaba el portón. Sentí movimientos en la pradera que está al inicio y noté que eran coyotes que andaban retozando. Estuve unos minutos en la puerta, ya pasaban de las tres de la mañana, estuve tentado a detenerme, descansar un poco y quizá dormir unos 20 minutos. Afortunadamente desistí de la idea, me retiré de la cerca, volví a la brecha y seguí caminando.

Pasé luego frente a la puerta de Los Leones, rancho de Toni Morales, más adelante estaba la otra estación de bombeo. Seguí adelante, ahora iba más despacio pues las ampollas en la planta del pie me empezaban a doler a cada paso. Así pasé El Chapote y contunué el cerco alto de los Juárez. Ya eran las cinco de la mañana, tenía seis horas caminando y en la siguiente hora amanecería.

La Grand Cherokee se había quedado estacionada frente al rancho de don Paco Cárdenas. Estaba queriendo amanecer, me detuve un momento y me senté en el suelo.

Me dio gusto ver salir dos venadas que se quedaron paradas en medio de la famosísima Brecha del Gas. Las venadas ni atención me pusieron, yo me quité las botas y me acomodé los calcetines procurando que me molestaran lo menos posible las ampollas en las plantas. Me reproché por no usar bota de cintas, ya que es mi costumbre usar bota rooper o bota vaquera. De haber llevado bota con cintas no me hubiera ampollado pues el pie no se mueve dentro del zapato; pero ni hablar, me levanté y sentí dolor en las rodillas, con lentitud empecé a caminar. Las dos venadas se me quedaron viendo, me bufaron y se saltaron el alambre para internarse en el monte.

Subí la loma, ya en los terrenos de Don Paco Cárdenas, y abajo, a unos 700 metros, estaba la camioneta Grand Cherokee. En ese momento ya estaba totalmente amanecido.

Caminé lo más rápido que me permitían mis ampollas, me quité el sombrero de fieltro negro que traía, estaba totalmente deformado por la lluvia. Con el sombrero hice señas para llamar la atención del empleado de Jorge Elosúa.

Yo esperaba que la camioneta se acercara a mi… y no fue así. Recorrí los últimos metros hasta la camioneta. Adentro estaba el empleado, tenía en sus manos la “ele” que se utiliza para quitar las llantas, tenía el vidrio ligeramente bajado.

–¿Qué le hiciste al licenciado? –me preguntaba a gritos.
De pronto abrió la puerta de la Grand Cherokee y se bajó con la ele en la mano, amenazándome.
–¿En dónde está el Licenciado, porqué no viene Marcos? –Me preguntaba con ansia.
Me di cuenta que aquel hombre estaba en estado de shock. Entendí que había pasado la noche sólo, en medio de la nada y no sabía en dónde estaban su patrón y su compañero de trabajo.

Tenía toda la razón de gritarme y reclamarme. Le hablé con calma y le pedí que se tranquilizara. Le hice ver que yo no estaba armado. Me senté en el suelo y le dije que me iba a quitar las botas para que me viera las ampollas. Cuando vio las plantas y los talones de mis dos pies, se me acercó ya más calmado.

–¿Qué les pasó? –me preguntó.
Rápidamente le conté que el camión se nos había quedado atascado en un pozo, que Jorge Elosúa y Marcos, su chofer, estaban bien y que se habían quedado en una estación de bombeo, que yo había ido caminando a buscar ayuda.

Aquel muchacho entendió rápido la historia y me ayudó a ponerme de pie. Subimos a la Grand Cherokee y a toda velocidad nos encaminamos hacia el Puente Internacional Colombia.

Llegamos a eso de las 7 de la mañana al banco llamado Banjército. Afuera de ese lugar había un teléfono público.
Entonces no había celulares ni nextel como ahora, se tenía que hablar de los teléfonos públicos que funcionaban con monedas.

Frente al banco Banjército estaba un puesto de tacos que apenas estaba abriendo. Me bajé de la camioneta Grand Cherokee frente al puesto de tacos, debo decirles que la Grand Cherokee,  además de ser último modelo, era de lujo. Tan nueva estaba que los asientos aún tenían el plástico que los cubre cuando salen de la agencia y las gentes que estaban en el puesto de tacos, al verme bajar de la lujosa camioneta, no podían creer lo que veían: un hombre con el pantalón todo enlodado, la camisa mal fajada y un sombrero negro deformado y empapado; y que además caminaba cojeando y se veía adolorido.

También se bajó el chofer, que aunque estaba limpio, su presencia no correspondía al tipo de personas que debieran conducir una camioneta tan elegante y lujosa.

Me acerqué al encargado del puesto de tacos y le pedí que me cambiara un billete por monedas. Más por miedo que por ganas de ayudarme, me cambió el billete y me dió las monedas.

El empleado de Jorge Elosúa y yo cruzamos la calle y nos paramos afuera del banco Banjército para depositar las monedas en el teléfono público y hacer la llamada de Larga Distancia. Él me decía los números y yo los marcaba con rapidez. Me contestaron en la casa de Jorge Elosúa y les di la buena noticia de que estaba bien y que todo se había ocasionado por el camión que cayó en el pozo. Aún estaba hablando cuando una mano ruda me tomó por el cuello y me estrelló la cabeza contra el teléfono público.

El golpe estuvo fuerte y me dejó atontado. Con la otra mano me sujetaron por la espalda y me torcieron el brazo.

–¿Donde chingados se robaron esa camioneta? –me gritaba un corpulento policía… de los judiciales de aquellos años.
–¿A quién le estas hablando. P´a dónde llevan la camioneta?
Me dio mucho coraje que nos confundieran con ladrones de autos. Como pude, le expliqué lo que había pasado y le dije que precisamente estaba hablando por teléfono con la familia del dueño de la camioneta, explicándole que todo estaba bien.

Los dos agentes judiciales se miraban uno a otro entre dudando y creyendo la versión que les daba. Aproveché su duda para exigirles que tomaran la bocina que había quedado colgando y que confirmaran mi versión.

Afortunadamente, en un par de segundos les confirmaron que no éramos ladrones de autos. El empleado de Jorge Elosúa los comunicó también a Química del Golfo y todo el asunto quedó aclarado.

El par de agentes Judiciales que estaban comisionados a vigilar el banco Banjercito y que minutos antes nos habían golpeado, ahora no hallaban la forma de halagarnos. Nos llevaron al puesto de tacos y nos pidieron tacos y refrescos.

En segundos pasamos de villanos a héroes.

–¡Vamos a rescatar al señor Elosúa!  –nos dijo el policía judicial, apurándonos para que nos comiéramos rápido los tacos.
–¿De qué lo vas a rescatar? –le dije –lo único que necesita es ésta camioneta y antes de ir por él iremos a Colombia a avisar a nuestras familias.

Los dos policías judiciales insistieron en acompañarnos.
–Cada quien en su carro –les advertí.

Nosotros nos fuimos en la Grand Cherokee de doble tracción y ellos nos seguían en un carro Chrysler Spirit de color dorado, que eran las patrullas de aquellos años.

¡Qué friega le pusieron a ese carro los dos judiciales! Le arrancaron la defensa de adelante en el lodazal que había en la brecha por la lluvia que había caído durante la noche.

Finalmente llegamos a la estación de bombeo cuando pasaban de las ocho y media de la mañana. Jorge Elosúa y Marcos estaban bien. Les dio mucho gusto saber que ya se había avisado a sus familias y que todos estaban tranquilos y en espera de nuestro regreso a Monterrey, en unas cuantas horas.

A los judiciales los dejamos batallando entre el lodazal, nomás por la forma tan violenta en que nos trataron, y regresamos contentos a Monterrey.

Unos días después Jorge Elosúa me visitó y me regaló un hermoso cuchillo de campo. Me dijo que era una muestra de amistad y de agradecimiento.

Jorge fue a cazar con sus hijos a ese rancho. Tuvieron una temporada afortunada y cazaron buenos venados.

Los buenos momentos posteriores hicieron que se olvidara aquella noche en que el camión de Química del Golfo se nos cayó en el pozo.


domingo, 4 de agosto de 2013

Un amanecer que no llegaba



La temporada de caza 1991-1992 tuvo una característica: llovió de manera continua por más de 45 días.

Podrán imaginar cómo estaban los caminos para entrar a los ranchos. Pocos cazadores podían entrar hasta sus tiraderos ya que los caminos estaban anegados, lodosos e intransitables.

Cazábamos en aquellos años en un rancho ubicado precisamente atrás de la Aduana de Nuevo Laredo, conocido como “El 26”. Muchos cazadores regiomontanos tuvimos el gusto y la fortuna de cazar en ese rancho propiedad de Pancho Lugo. El rancho “El 26” tenía buena fama, pues se le consideraba un rancho con muy buena población de venados, rodeado de excelentes ranchos y era también sabido que los venados de ese rancho tenían excelente genética. Pero del rancho “El 26” también se decía que estaba sobreexplotado, que año con año entrábamos muchos cazadores y que cometíamos abusos en los ranchos vecinos.

En fin, era un rancho polémico; pero finalmente era nuestro lugar de cacería y teníamos que ir ahí. El problema es que debido a las lluvias, no había vehículo que pudiera entrar hasta los tiraderos.

“El 26” es un predio ubicado en la margen poniente de la carretera que va de Monterrey a Nuevo Laredo, el polígono del rancho es propiamente una figura rectangular de poco más de un kilómetro y medio de frente a la carretera, por unos siete kilómetros de fondo. Aunque en todo el predio había venados, preferíamos internarnos unos tres o cuatro kilómetros ya que era en donde había mayor presencia de fauna, y por ello ahí estaban las torres. El problema era que debíamos pasar un arroyo y un bordo de presa, el tipo de suelo del rancho “El 26” era arcilloso y eso producía unos lodazales tremendos.

Probamos con cuatrimotos, con camionetas de doble tracción y con  cadenas, pero el resultado era el mismo… no se podía entrar y tampoco se podía pasar el arroyo.

Una opción para llegar hasta el fondo del rancho era entrar a caballo, pero eso implicaba problemas pues los caballos andaban sueltos y había que buscarlos, agarrarlos y  llevarlos al casco del rancho para ensillarlos.  Hacer eso tomaba tiempo y no siempre se tenía éxito para encontrar a los caballos entre el monte.

Así pasó el mes de diciembre y llegó enero de 1992. La temporada de caza entraba ya en su segunda mitad, los días pasaban y la lluvia no paraba.

Entonces vimos otra opción: entrar a pie al rancho y caminar los 4 ó 5 kilómetros para llegar a los tiraderos y si cazabas algo habría que sacarlo cargando.

Una tarde salimos de Monterrey mi amigo Javier Hernández Cárdenas y yo. Nos fuimos en su auto compacto hasta el “El 26”… para qué queríamos camioneta si no se podía entrar en vehículo alguno.

Llegamos al rancho al obscurecer, nos preparamos la cena y a dormir. Debíamos descansar bien pues nos esperaba una buena y pesada caminata por entre el lodazal.

Nos despertamos temprano. Aún no eran las cinco de la mañana. Sabíamos que los 4 ó 5 kilómetros que íbamos a caminar nos iban a tomar más de hora y media para recorrerlos entre aquel lodazal, y queríamos llegar a las torres antes de que amaneciera. Teníamos la ilusión de llegar caminando hasta el fondo del rancho, pues nadie había cazado en esa zona. O más bien dicho, en cuarenta días nadie había entrado en esa zona.

Así pues, salimos de la casa del rancho ubicada en la orilla de la carretera y empezamos a caminar  entre el lodazal.  En la mochila llevábamos algo de alimento para comer en el monte ya que pensábamos regresar hasta el atardecer. Con el rifle en la mano, envuelto en bolsas de plástico para protegerlo de  la llovizna, más que caminar patinábamos sobre el lodo.

Extrañamente cesó la llovizna y el cielo se despejó. Serían las 5:40 de la mañana. Alcancé a ver una luna en cuarto menguante que nos iluminó el camino. Seguimos caminando y llegamos al arroyo. No estaba crecido, pero si corría agua. Lo pasamos y seguimos caminando. Al poco andar llegamos al bordo de la presa. El lodo era muy resbaladizo por lo que pasamos con cuidado para evitar un resbalón y con ello golpear involuntariamente los lentes de nuestros rifles.

Cruzamos el bordo sin ningún problema. La luz de la luna menguante seguía ahí y el cielo se miraba despejado.

Llegamos al portón metálico que dividía los dos potreros, el de la carretera y el del fondo. Eso significaba que ya habíamos caminado casi cuatro kilómetros, nos sentimos orgullosos de nuestro esfuerzo, aún estaba obscuro y casi llegábamos, de ese portón en adelante en donde nos pusiéramos ya era bueno; pero nuestra intención era, llegar hasta el fondo del rancho y para eso nos faltaban otros tres y medio kilómetros. Íbamos cansados por el esfuerzo extra que implica sacar la bota del lodo en cada paso; pero íbamos más contentos que cansados. Vimos el reloj eran pasadas las 6 y media de la mañana. No lo alcanzaríamos nuestro objetivo de llegar hasta el fondo del rancho, pues ya faltaba media hora para que amaneciera. entonces optamos por dirigirnos a las torres más cercanas.

Una era una torre de madera, tipo casita, muy sólida y que tenía excelentes pasaderos. Como yo era el anfitrión, dejé a Javier en esa torre. La siguiente torre estaba a 800 metros en una pequeña lomita; las dos colindaban con el rancho La Reforma. La torre que me correspondía era metálica, no muy alta, con un barandal endeble. Tenía una silla fija no giratoria, por lo que se debía elegir un solo punto hacia donde apuntar ya que no era fácil cambiar de posición.

Llegué a mi torre,  rápidamente me subí, le quité las bolsas de plástico a mi rifle, acomodé mi mochila en el piso de la torre, y me senté y revisé la posición hasta sentirme cómodo para poder disparar si salía un venado que me interesara.

Miré mi reloj, faltaban cinco o seis minutos para las 7 de la mañana. Me dio gusto saber que el esfuerzo que hicimos había valido la pena, pues ya estaba instalado en una torre y aún no amanecía.

Como decimos los cazadores, le metí el lente a la torre en donde se había quedado Javier y con algo de dificultad por la falta de luz vi el bulto adentro, lo cual implicaba que él también ya estaba instalado y, al igual que yo, solo esperaba que amaneciera.

Por segunda ocasión miré mi reloj, ya eran las 7 de la mañana con ocho minutos… la obscuridad seguía igual. Me llamó la atención el hecho, pero no le di importancia. No me causó alarma, pero  si me extrañó mucho que a esa hora aún  no rompiera el día y ver la luz del alba. Yo conocía bien el rancho “El 26” y sabía por dónde salía el sol y cómo iluminaba las brechas. Por eso elegimos esas torres, pues tenían la ventaja de que por la mañana el sol no daba de frente a la cara. Yo sabía que la brecha corría Norte / Sur, así que el monte a mi espalda era el oriente y el monte que miraba de frente era el poniente... pero el amanecer no llegaba.

Volví a mirar el reloj  y vi que eran las 7 de la mañana con 23 minutos. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que algo no estaba normal. Me quedé pensando y comparé esa mañana con muchas otras mañanas de cacería y me confirmé que para las siete de la mañana ya debía de haber clareado. No estaba alarmado; pero sí desconcertado. No me explicaba porqué no había luz de día, si ya debía de estar amanecido. Seguí en la torre y busqué la luna: no se miraba. Eso significaba que el cielo se había nublado una vez más. La quietud, la soledad y el silencio de esa mañana eran imponentes: no había sonidos, era un silencio anormal y extraño. Sin embargo, yo más que escuchar sentía o presentía un rumor, un ruido apagado, amortiguado, que se venía acercando por el noreste. Vi mi reloj una vez más, eran la 7 de la mañana con 34 minutos, y volví a preguntarme lo mismo.  Por qué el amanecer no llegaba.

Por la cercanía con Nuevo Laredo, el resplandor de la luz artificial me indicaba el rumbo hacia donde quedaba la ciudad. Desde que veníamos caminando por el lodazal, en repetidas ocasiones alcancé a ver tal resplandor. Ahora, sentado en la torre y sabiendo que Nuevo Laredo se orientaba hacia el norte, al final de la brecha, la luz de resplandor  no se miraba.

Por supuesto que Nuevo Laredo no podía desaparecer. Tal vez se trataba de un apagón… ¿Pero en toda la ciudad?

Algo estaba pasando, el cielo estaba completamente negro y las nubes tan bajas que impedían ver el reflejo de la luz de la ciudad. Seguí sentado en la torre y cuando me disponía a ver el reloj una vez más, la luz de un relámpago me soprpendió. Al relámpago siguió el violento estruendo del trueno y me di cuenta que los relámpagos venían del rumbo noreste, y que eran cada vez más continuos, lo mismo que los truenos.

Empezó la lluvia suave, aislada y rítmica.

Así pasaron unos minutos más, los relámpagos eran continuos y el rumor sordo fue aumentando en intensidad. La lluvia pasó de aguacero a chubasco y justo en ese momento estaba en la transición de pasar de chubasco torrencial  a tromba.

¿Pero porqué una lluvia tan intensa en el mes de enero? Las estadísticas de la  Comisión Nacional del Agua afirman que enero y febrero son los meses con menor precipitación pluvial en todo el año.

El viento arreció, los mezquites se doblaban, algunos se quebraban, la lluvia no caía vertical, era lluvia horizontal por lo intenso del viento. Lo peor estaba por venir y yo lo presentía.

Hasta ese momento mis daños era mínimos: toda la ropa empapada, un rifle Steyr Mannlicher mojado y un lente Leupold de 3 x 9 envuelto en plástico; pero también mojado. Mi lonchera de plástico, con la comida que había llevado, se había caído de la torre y vi cómo el agua que corría se la llevaba; flotaba como si fuera un barquito de papel.

Me percaté de que más abajo, a unos 60 o 70 metros, corría un abundante arroyo que se formaba con el agua que bajaba de la pequeña lomita donde se levantaba mi torre. Fue en ese momento cuando fui conciente de la gran cantidad de agua que había caído y que seguía cayendo, sin disminuir ni en intensidad ni en fuerza. Como pude vi el reloj, pasaban ya de las ocho de la mañana y no había amanecido, el cielo seguía obscuro. El amanecer no llegaba.

Fue en ese momento cuando cayó el primer rayo cercano a mí, no calculé la distancia, pero debió  haber caído a unos 300 metros de mi torre por la forma en que se cimbró la estructura metálica. No tuve tiempo de mayor análisis pues de inmediato cayó otro rayo y la sacudida de la torre fue igual que la anterior.

La lluvia, el viento y el estruendo de los rayos formaban un ruido impactante, los relámpagos eran continuos. Era un espectáculo impresionante y aterrador. Fue a la luz de un relámpago como caí en la cuenta de que la torre en la que yo estaba trepado tenía tres puntas que apuntaban hacia el cielo como antenas. Esa torre en otros años debió haber tenido techo, pero el tiempo que permaneció a la intemperie acabó con él. Solo los tubos que lo sostenían permanecieron en las esquinas de la torre y ahí estaban esa mañana apuntando verticalmente hacia el cielo; y yo sentado en medio de ellos. ¡Estaba sentado  en medio de tres pararrayos!

Sentí miedo… debía hacer algo de inmediato  o el siguiente rayo me caería encima.

Quise ponerles algo en las puntas a los tubulares. Utilicé sin éxito una gorra de estambre, un guante, el vaso de un termo… todo era inútil, cuanta cosa les ponía a las puntas en cuestión, de segundos el ventarrón se lo llevaba volando y volvían a quedar pelonas y apuntando al cielo como pararrayos.

El estruendo y fragor de los rayos que caían era cada vez más cercano. Un rayo cayó con mucha violencia a menos de doscientos metros de la torre y el monte se iluminó durante unos segundos. Vi el agua correr en un gran caudal por la brecha y el monte a mi alrededor doblado y semi destruido por el viento y la lluvia.
       
          La tromba estaba en su clímax. La caída de otro rayo aún más cercano me devolvió a mi espantosa realidad: ¡Estaba a punto de morir carbonizado y electrocutado por un rayo!


Seguir sentado en medio de las tres puntas metálicas que se alzaban hacia el cielo como pararrayos, era una franca invitación a que el siguiente rayo cayera en mi torre, matándome en el acto.

Sin dudarlo, tomé el rifle con mis dos manos y gracias a la fortaleza y energía de los treinta años que tenía entonces, salté de la torre con rapidez y agilidad, caí al lodo sin causarme daño alguno en las piernas o espalda, con mi Steyr Mannlicher intacto pero ya totalmente mojado.

Me puse de pie y me alejé corriendo de la torre. Estaba muy asustado y no sabía hacia dónde dirigirme. Caminé por el monte y busqué  una “placeta” o área sin vegetación alta y ahí me detuve. Puse el rifle en el suelo y me senté en el suelo.

Entonces imaginé mi figura y me di cuenta de que si seguía en esa posición, era ahora mi cabeza la que sobresalía como pararrayos. De inmediato me tiré al piso y me quedé así, acostado sobre la tierra. En ese momento empecé a rezar.

Los rayos siguieron cayendo mientras yo rezaba. Fue entonces cuando un estruendo violento se escuchó muy cerca de mí. Fue como un cañonazo, la tierra se sacudió con mucha fuerza  y con tal violencia  que mi cuerpo se despegó del suelo.

Apenas recuperado del estruendo, busqué la torre.

No la vi.

Una vez más la busqué y me di cuenta de que la torre en donde yo había estado sentado minutos antes, estaba completamente doblada y sobresalía del piso grotescamente, muy maltrecha. El rayo había caído a unos cuantos metros de ella.

Me imaginé cómo hubiera quedado yo si no me hubiera bajado de un salto unos minutos antes. En ese momento no supe si el rayo había alcanzado la torre directamente o no, lo cierto es que la torre estaba tirada en el suelo y ya no sobre sus cuatro patas.

Miré el reloj y eran las 8 de la mañana con 26 minutos. El cielo seguía totalmente obscuro. Permanecí acostado en el piso rezando. No me avergüenza decir que sentí miedo, sentirlo era lo más lógico y normal en ese momento. El viento seguía rugiendo con mucha fuerza y la lluvia seguía cayendo de manera horizontal. Sobreponiéndome al miedo, alcé un poco la cabeza y vi que los relámpagos iban ahora hacia el oeste… eso significaba que se estaba alejando la tormenta.

Supe que lo peor había pasado, la  tromba asesina seguía su paso devastador alejándose tan violenta y oscura como había llegado. El viento disminuyó en forma notable y la lluvia poco a poco también se fue amainando. Con todo y eso, extrañamente, el amanecer no llegaba… seguía oscuro y ya iba para las nueve de la mañana. Me puse de pie, tomé mi Mannlicher 7 mm Rem Mag, y empecé a caminar con rapidez hacia la torre en donde se había quedado Javier un par de horas antes. En aquellos años no teníamos radios y aún no había celulares. Estaba preocupado por Javier, sin duda alguna él también había estado muy cerca de la muerte y hasta ese momento yo no sabía si había logrado sobrevivir.

Era increíble la cantidad de agua que corría por la brecha y que bajaba de la pequeña loma en donde yo había pasado la tempestad. El agua al correr hacía un ruido muy fuerte, los truenos se seguían escuchando aunque cada vez más lejos. Al fin alcancé a ver la torre de madera en donde se había quedado Javier; pero la casita techada ya no estaba, quedaban solamente las patas ancladas al suelo. El viento arrachado, primero le arrancó el techo y luego quebró tres de las cuatro paredes de madera. Quedaba solamente un cascarón de la torre y Javier no estaba en ella. Vi parte del techo a unos 20 metros de lo que quedaba de la casita. En ese momento me preocupé de verdad…

¿En dónde estaba Javier?

Le grité por su nombre varias veces; pero el ruido del agua que corría con violencia opacaba mi voz.

Seguí gritando cada vez más alto hasta que al fin pude escuchar su respuesta.

–¡Acá!  –le escuché contestar a unos 40 metros de la torre, entre el monte.

–¿Estás bien?

–Nomás mojado, pero bien.  –me contestó mientras se incorporaba.

Los dos nos mirábamos como tratando de buscarnos algún daño. Afortunadamente estábamos ilesos y con nuestros rifles en la mano.

Xavier me contó cómo había alcanzado a bajarse de la casita de madera un poco antes de que llegara lo más fuerte de la tromba, pues se dio cuenta de que el viento iba a arrancarla.

–Supe que la casita no iba a aguantar pues se ladeaba y la madera empezaba a crujir -me comentó– de todos modos ya estaba totalmente mojado, así que mejor me bajé.

Unos minutos después de haberse bajado de la torre, el techo de la casita fue arrancado por el viento, y poco después se despegaron tres de sus cuatro paredes y volaron por los aires.

Ya estando en el suelo Javier hizo lo mismo que yo: se fue a tirar entre el monte en donde no había árboles. El también temía que a mi me hubiera pasado algo. Se quedó agachado protegiéndose de la tormenta; por eso no me alcanzó a ver cuando llegué a ver las ruinas de su torre.

Fue hasta entonces, un poco después de las 9 de la mañana, cuando al fin empezó a amanecer. El cielo estaba gris, con un nublado impresionante. El monte tenía un hermoso color verde recién lavado y  la brecha estaba llena de agua de lado a lado. La terrible tormenta había pasado y, gracias a Dios, sobrevivimos a su furia.

Vencimos la tempestad.

Hicimos un recuento de nuestros daños y afortunadamente estábamos ilesos, pero totalmente mojados. Los lentes de nuestros rifles quedaron inutilizados por la humedad que finalmente los afectó, pues estaban empañados.

Analizamos nuestras dos opciones: regresarnos en ese momento a la casa del rancho y luego volver a Monterrey, o quedarnos en el monte el resto del día y ponernos a cazar.

Acordamos que nos quedaríamos en el monte a intentar cazar un buen venado.

El rifle de Javier era un Remington BDL calibre 270 con un lente Bushnell de 3.5 X 10, instalado sobre unos anillos con elevador, por lo que Javier podía disparar  a mira abierta. Mi rifle tenía el lente sentado en los anillos al mismo nivel del cañón, por ello no podía ser usado a mira abierta. Pero el contar con un arma funcionando, confirmó nuestro deseo de permanecer en el monte. Nos fuimos juntos caminado hasta la loma, Javier miró con asombro lo que quedó de mi torre. No dijo nada, su silencio fue elocuente. Supo que él y yo estuvimos a punto de morir esa mañana.

Recogimos mi mochila y la lonchera. Afortunadamente la comida estaba intacta ya que el envase de plástico hermético impidió que se mojara el interior de la lonchera. Como las dos torres habían quedado destruidas, nos fuimos a una brechita angosta que le decíamos “la de en medio” y que nadie usaba por ser angosta y carecer de torres. Con habilidad hicimos un rodete de ramas, pusimos dos mampuestos de horqueta y nos sentamos en el piso.

Acordamos que vigilaríamos cada quien un lado de la brecha. Si salía un buen venado, dispararía aquel  a quien le hubiera salido, por lo que nos pasaríamos el rifle el uno a otro en caso de ser necesario.

Así pasamos el mediodía y ya pasaban de las tres cuando escuché a Javier:

–Está saliendo un macho.

Yo no quise voltear para no hacer movimientos que pudieran espantar al venado.

–Está bueno  –me dijo en un susurro apenas audible.
Tu decide –le contesté  también en voz baja.

La respuesta fue la explosión del 270 que lanzó una punta de 150 granos a casi 3,000 piespor segundo.

Quien le ha disparado a un venado conoce esa secuencia de sonidos que los cazadores llamamos “botonazo”… ese hermoso sonido que tenemos idealizado todos los cazadores. El botonazo se escuchó espectacular: una especie de  «¡Pummmm… pac!»  que rompió el silencio después de la tormenta, y así en aquella angosta brechita… ”La de en medio”, quedó  tirado un “ocho puntas”.

No era un monstruo; pero sí era un ocho puntas muy decente, quizá un 120 B. & C. Para Javier y para mí aquel venado significaba mucho más que un trofeo de cacería. Ese venado significaba la razón por la que habíamos puesto en riesgo nuestras vidas unas cuantas horas antes. Nos dimos un apretón de manos que dijo más que mil palabras, nos tomamos dos o tres fotos de rigor y ¡muévele! porque teníamos un problema más que resolver: un venado de 80 kilos ya sin panzate a más de cuatro kilómetros de la casa del rancho “El 26“.

Sin dudarlo, y sobre todo porque ya pasaba de las tres, acordamos irnos a paso rápido a buscar al “Rayita”, un caballo alazán capón y muy manejable que tenía Pancho Lugo en el rancho. Le puse Rayita porque tenía un listón blanco en la cara.

Lo mejor de ese caballo era su mansedumbre, su docilidad y nobleza. Esa tarde lo íbamos a poner a prueba pues tendría que ayudarnos a Javier y a mí a sacar aquel venado del monte.

Poco después de las cuatro y media llegamos hasta el rancho, arrastrando las botas de cansados. Haciendo a un lado el cansancio dejamos los rifles y las mochilas y, casi corriendo, nos fuimos al corral con la esperanza de encontrar ahí a Rayita.

Con alegría vimos que el caballo estaba en el corral, y con tristeza vimos que no estaba solo, andaba con otros caballos y yeguas, la mayoría de esos caballos  no estaban amansados.

Lo más seguro es que al vernos saldrían corriendo en tropel. Le expliqué a Javier que si los caballos salvajes corrían, Rayita se iría con ellos. Con mucho cuidado entré al corral y me fui acercando. El caballo efectivamente era muy noble y manso, yo le hablaba en voz muy baja, evitando alterar al resto de los caballos.

Seguí acercándome, sabía que no debía verlo a los ojos pues esa actitud molesta o inquieta a los caballos. Extendí mi brazo mientras le hablaba en voz baja y amistosa: «Rayita… no te vayas,  Rayita,  ven,  ven, te necesitamos»

Decir que los caballos comprenden el significado de la voz humana podría ser increíble, pero yo estoy seguro que Rayita comprendió esa tarde lo que yo le pedía. No se fue del corral, la manada de potros salvajes salió corriendo pero Rayita se quedó parado junto a mi. Le puse un bozal y me lo llevé cabestreando hasta la bodega en donde estaban las monturas.

Javier y yo cabalgamos con la dificultad que presenta el suelo lodoso y nos dirigimos una vez más hacia el fondo del rancho. Ya no llevamos ni rifles ni mochilas, solamente un par de mecates para amarrar al venado. Llegamos a la brechita de en medio y ahí lo encontramos. Debíamos subirlo al caballo y sujetarlo bien.

Solamente un caballo tan noble y tan vaquero como Rayita nos permitió subir y sujetar con tal firmeza aquel venado.

Pasaban ya las cinco de la tarde. Teníamos que darnos prisa, así que sin pensarlo mucho le dije a Javier que también el se montara, y como aún quedaba un pedazo de enanca del caballo, yo también me monté.

Hermosa estampa: dos cazadores remojados, un venado de 8 puntas y el caballo más noble y manso de todo el mundo sacándonos hasta la carretera en donde estaba el auto compacto de Javier.

Cargamos nuestras cosas en la pequeña cajuela del auto y muy pronto se llenó. El venado ya no cupo en la cajuela así que, no sin cierta desfachatez, lo pusimos arriba de la cajuela y lo amarramos a la vista de todo mundo.

Imagínense, un automóvil Nissan Tsuru con dos cazadores remojados y un venado amarrado sobre la cajuela. Quienes nos vieron esa noche, circulando por la autopista Monterrey - Nuevo Laredo, nos han de haber criticado de lo lindo.

«¡Pinches presumidos!» ha de haber sido lo menos que pensaron de nosotros quienes nos miraron.

Y claro que teníamos razones suficientes para presumir nuestro venado.



FIN


El autor montando a “Rayita” que carga el venado. La foto la tomó Javier Hernández Cárdenas quien cazó este venado en el rancho “El 26” de Nuevo Laredo, Tamaulipas; el  día de la tromba que casi los mata. Enero de 1992.